A  los  hijos  de  la  noche .

 

 

Han pasado varios años de la madrugada del 7 de junio de 1986. 

Y aún hoy, podemos recordar a los estudiantes secundarios que nos acompañaron en la búsqueda de la verdad, la alegría por el advenimiento de la democracia, la mordaza ferroza de los organismos de seguridad, las definiciones y balbuceos de la Justicia, el movimiento zigzagueante de la memoria histórica en la conciencia de los argentinos. Aún hoy, recordamos la impotencia por desconocer el destino final de los chicos secuestrados el 16 de septiembre de 1976 en el operativo ordenado por el general Ramón Camps, pero también nuestras esperanzas: que la impunidad jurídica sería reparada por la justicia porosa de la condena social; que mientras existiera un joven que deseara un mundo más solidario y justo, ninguno de los adolescentes secuestrado en la noche de los lápices desaparecería para siempre.


En la delgada película del tiempo transcurrido en nuestra historia sin fin, han quedado impresos, sin embargo, numerosos acontecimientos. Lo que era esperanza, fue certeza. Lo que era temor, fue realidad. 


Fue sancionada la ley del Punto Final. Un año más tarde, la Obediencia Debida. Los miembros de las fuerzas de seguridad y civiles responsables de los hachos aquí narrados fueron sucesivamente desprocesados, y algunos procesados y condenados. Sus nombres figuraron en todas las listas de acusados del juicio de las juntas militares y en el informe de la CONADEP. Los delitos que se les imputaron no fueron sólo de elaboración y ejecución de "un plan criminal", el detalle de esta sentencia genérica incluía la terrible certeza de que no sólo habían terminado a miles de opositores adultos, sino también a más de 232 adolescentes entre 13 y 18 años, en la noche y niebla (NN) de la represión ilegal iniciada el 24 de marzo de 1976.


No repetiremos la cadencia de acontecimientos políticos que llevaron a los presidentes Raúl Alfonsín y Carlos Menen a esgrimir razones de Estado, o simplemente humanitarias, para desprocesar primero e indultar luego a lo máximos responsables de la mayor tragedia argentina del siglo XX, como fue definido por el fiscal Julio César Strassera en su alegato final en el juicio de las juntas militares. Tampoco repetiremos los nombres de los criminales porque alimentaremos la utopía de que sus acciones se perderán en la noche de los tiempos, mientras aquellos que quisieron matar vivirá en otros cuerpos.


Es sabido por todos los ciudadanos que ninguno de los indultados ha podido eludir la condena publicando intentaban vivir como si nada hubiera ocurrido. Fueron bíblicamente castigados, aunque no eran piedras sino palabras las arrojadas, cuando tramitaban su registro de conductor (Emilio Massera),cuando trotaban en los bosques de Palermo (Jorge Videla),cuando tomaban café en una confitería de Palermo (Ramón Camps),cuando eran descubiertos conduciendo un auto (Luis Vides),cuando peinaban a su perro pastor inglés con la ternura de un padre en una plaza de la cuidad(Miguel Etchecolatz).El veredicto de la sociedad los declaró culpables y construyó cárceles invisibles pero invulnerables.Los motivos de este repudio cívico ni parecen radicar en un deseo atávico de venganza: sí en las ansias de justicia plena, en la necesidad de escuchar una sola palabra de arrepentimiento, jamás pronunciada por los indultados, que consolidara la esperanza de que nunca más la lógica de los fusiles mutilará y segará la vida de los argentinos.


Muchas veces en estos años, sentimos el impulso de continuar investigando sobre en destino final de los chicos desaparecidos. Nunca dejamos de preguntar a los funcionarios de gobierno, a familiares, a miembros de las entidades humanitarias, a los científicos del Equipo Argentino de Antropología Forense si sabían algo más sobre ellos. La respuesta era: nada. Nada. Ningún cuerpo, ni una sola tumba. La nada que confirmaba el asesinato.


Sin embargo, hubo una puerta entornada en esa búsqueda: un testimonio decisivo nos permitió probar lo que la Justicia, entonces, no pudo probar por una sola declaración de Pablo Díaz.

 
En el período comprendido entre 1973 y 1976 había ocurrido el bautismo político de los estudiantes secundarios en el seno de una sociedad turbulenta y atormentada por la violencia y las proscripciones, fue solo a partir de 1984 cuando su organización gremial se extendió masivamente en paz como un derecho democrático adquirido. El 12 de noviembre de 1984 fundaron la Federación de Estudiantes Secundarios (FES) con la participación de 450 delegados, representantes de 77 centros de estudiantes de la Capital Federal y más de 100.000 estudiantes.P ero fue durante 1986 cuando lograron la mayor presentación en los actos, marchas, reuniones y en la constitución de su propia memoria histórica. El testimonio de Pablo Díaz, sobreviviente de  La noche de los lápices, escuchando en los lugares más recónditos del país y del mundo.


Ya nunca más los padres dejarían solos a sus hijos en el reclamo de los derechos civiles políticos, como ocurrió amargamente en los años setenta. Las movilizaciones en defensa de la escuela pública durante 1992 han sido un ejemplo elocuente, entre otros, de este aprendizaje. Tal vez porque los adolescentes intuyeron que estaban fundando su propia historia, tal vez porque era la herida más abierta de una sociedad que emergía de una larga pesadilla, o porque sabían que muchos de los sueños habían quedado truncos, se asumieron de inmediato como herederos naturales de las banderas estudiantiles y del compromiso social de los chicos secuestrados aquel 16 de septiembre de 1976.El reclamo por boleto estudiantil gratuito se extendió en todo el país.
El Congreso Nacional y numerosos parlamentos provinciales legislaron sobre su aplicación. En la mayoría de los centros de estudiantes de los colegios secundarios florecieron agrupaciones bautizadas
"16 de septiembre", en homenaje a los chicos desaparecidos en La Plata y, al mismo tiempo, como una nueva identidad unitaria de los adolescentes que exigía, siempre, un país más justo en el que valiera la pena crecer y soñar.


Y esa herencia vital en los ideales inquietos y conmovedores de nuestros jóvenes lo que engarza a los militantes secundarios desaparecidos en los años setenta en la cadena memoriosa de las generaciones venideras; la misma herencia que seguramente impulso a los a los estudiantes del colegio Otto Krause a crear en 1987 una consigna que se propagó veloz como una luz:


"Vano intento el de la noche, los lápices siguen escribiendo".


La misma cadena memoriosa que inspiró en 1991 a los estudiantes del colegio Nicolás Avellaneda
para escribir en un mural el epílogo trascendente de esta historia:


"Los lápices eran de colores".

 

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