Corrompiendo al Presidente
Mario Vargas Llosa
El Nacional, lunes 17 de agosto de 1998
He oído y leído tantos chistes y
ocurrencias sobre los enredos sexuales del presidente Clinton bautizados por una
periodista como el pitogate que me cuesta distinguir los hechos de las fantasías.
Por ejemplo, hasta ayer creía una delirante invención que el inquilino de la
Casa Blanca hubiese sostenido, en serio, que sólo cuando hay penetración hay
adulterio, razón por la cual él habría preferido, en sus descarríos, lo que
Gide llamaba «los escarceos anodinos» el sexo manual u oral a la ortodoxa cópula.
Pero, por The Herald Tribune, me entero que
se trata de una verdad como un templo y que los abogados de Clinton David
Kendall, Nicole Seligman y Michel Kantor se disponen a esgrimir esta teoría
clintoniana sobre el adulterio para defender al presidente contra la acusación
de perjurio, por haber negado ante la justicia haber tenido relaciones sexuales
con Monica Lewinsky. En efecto, de acuerdo a esta filosofía moral, al no haber
visitado bíblicamente a la ex becaria, el presidente dijo una estrictísima
verdad: las felaciones no se califican como sexo y llegan, cuando más, a la
categoría de aerobics o calentamiento muscular.
Bromas aparte, hay algunas interesantes
comprobaciones que hacer respecto del barroco culebrón de la Casa Blanca. La
primera es de índole marxiana y ratifica la tesis del ilustre profeta según la
cual la moral es una superestructura condicionada por la realidad económica: el
65% de los ciudadanos estadounidenses, felices con el estado esplendoroso de la
economía, están dispuestos a olvidar los pecadillos presidenciales y rechazan
con vigor el empeño de ciertos jueces y congresistas en abrir un proceso que
podría desembocar en la destitución del mandatario.
Otra, es que el movimiento feminista
norteamericano es más progresista que feminista, o, dicho de otro modo,
administra sus úcases, campañas, fulminaciones y defensas, no tanto en función
de los intereses de la mujer cuanto de la «causa progresista». En tanto que,
hace seis años, cuando el famoso escándalo de Anita Hill que habría sido víctima
de acoso sexual por parte de su jefe, Clarence Thomas, aspirante a miembro de la
Corte Suprema, se movilizó en bloque y con formidable beligerancia en su
defensa, ahora, con escasas excepciones, se ha movilizado más bien en defensa
del presidente Clinton y abundado en razones para apuntalar la tesis de Hillary
Clinton según la cual todo lo que le ocurre a su maltratado esposo es «una
conspiración de la extrema derecha y del ultrafanatismo religioso». Una de las
mayúsculas sorpresas que nos ha deparado este asunto ha sido descubrir que,
entre las peores descalificaciones que han merecido Monica Lewinsky, Paula
Jones, Jennifer Flowers, Kathleen Willey y demás reales o supuestas «acosadas»
por Clinton, figuran las de feministas tan prestigiosas como Betty Friedan,
Gloria Steinem y Susan Faludi.
Está claro, pues, que en materia de acoso
sexual ser un conservador, como el juez Thomas, es un agravante, y ser un
progre, como Clinton, un atenuante e incluso un eximente de la presunta falta.
Pido a mis lectores que, en un pequeño esfuerzo imaginativo, reemplacen al
actual presidente estadounidense con Ronald Reagan y fantaseen lo que hubiera
ocurrido, en Estados Unidos y el resto del mundo, si éste hubiera sido acusado,
durante su gestión, de haber asaltado en el Oval Office a la atribulada señora
Kathleen Willey, viuda de un colaborador político suicidado ese mismo día y
que le iba a pedir trabajo, acariciándola y obligándole a cogerle la bragueta.
Hasta la Luna y las estrellas más remotas hubieran llegado los aullidos frenéticos
de reprobación de los enfurecidos valedores de la viuda vejada. Y qué sesudos
análisis nos hubieran infligido los intelectuales bienpensantes, explicándonos
que está dentro de la lógica de las cosas que un defensor del mercado libre y
del capitalismo sea inevitablemente un falócrata aquejado de satiriasis crónica,
además de pedófilo y sádico. A la acariñada Kathleen Willey, en cambio, le
han llovido las condenas y lo menos que se le ha dicho es que es una
malagradecida, pues ¿no obtuvo acaso el puesto que pedía? ¿Tanto aspaviento
por haber sido distinguida con un cariñoso manoseo presidencial? ¡Estamos
entrando en el tercer milenio, mujer!
La mayoría de comentaristas europeos y
latinoamericanos que han opinado sobre «el escándalo Lewinsky» han
aprovechado para descargar unos cuantos mandobles contra la «hipocresía» del
sistema político norteamericano, diseñado por puritanos, que finge exigir de
sus dirigentes una estrictísima, inflexible conducta, sabiendo perfectamente
que en la práctica ninguno de ellos la respeta, porque aquel patrón de
comportamiento es simplemente irreal, irrespetable. ¿No es mil veces superior
es decir, más honesto y más práctico el sistema europeo, que diferencia
nítidamente la esfera privada de la pública, y no se entromete en las
intimidades sexuales de los políticos, cuya privacidad se respeta? ¿A quién
le importa lo que haga un congresista, ministro o premier bajo o sobre las sábanas,
en los pasillos o en los baños, si lo hace con adultos que consienten de buena
gana a ese quehacer? No ha faltado quien señalara, como un ejemplo a seguir, la
civilizada discreción con que periodistas y opositores franceses respetaron al
fallecido presidente Mitterrand, que cohabitaba en el Palacio del Elysée con su
esposa y con su amante sin que nadie viniera a fregarle la paciencia con
lecciones de moral.
Aunque yo estoy a favor de que se respete la
vida privada de la gente, desde luego, no comparto esa desdeñosa recusación
del «sistema estadounidense» como ingenuo y ridículo. Quienes lo ningunean
con tanta jactancia se quedan en la superficie y no advierten que, bajo las
manifestaciones cómicas o grotescas a que puede dar lugar, como es el caso del
«escándalo Lewinsky», esa vigilancia ilimitada, feroz, que escudriña incluso
los más secretos rincones de la conducta de quien detenta un cargo público, en
verdad refleja una desconfianza profunda hacia el poder y una voluntad férrea
de impedir que quien lo ocupa abuse de él o se eternice ejerciéndolo.
No es puritanismo religioso sino iconoclasia
cívica lo que determina ese escrutinio permanente y abrumador a que son
sometidos los dirigentes políticos en Estados Unidos: una manera de recordarles
a diario que son seres de carne y hueso y que no les está permitido convertirse
en estatuas ni creerse semidioses, aunque tengan mucho éxito en su gestión y
los votos los hayan llevado a la presidencia del país más poderoso del mundo.
Esa tradición la heredó Estados Unidos de Inglaterra, el país que premió a
Winston Churchill lo más parecido que ha tenido en su historia a «un hombre
fuerte», que la había llevado a resistir a Hitler y a ganar una guerra que
parecía perdida con una ignominiosa derrota en las urnas.
Gracias a esa saludable costumbre, de entraña
profundamente democrática, Estados Unidos no ha tenido en su historia un solo
dictador, ni un caudillo, ni un hombre fuerte, ni siquiera esos «líderes
democráticos» a la manera de un De Gaulle, que, aunque guardan las formas
institucionales, son endiosados de tal modo que su poderío debilita
profundamente la cultura democrática de un país y lo llevan a las orillas del
autoritarismo. Hay quienes piensan, de buena fe, que el hecho de que un país
entero quede poco menos que paralizado por una idiotez pintoresca como la mancha
de semen en la pollera de Mónica Lewinsky y el manoseo chismográfico a que con
este motivo es sometido el presidente, revela una debilidad neurálgica del
sistema, una falla que podría a la larga provocar su desplome.
En verdad, ocurre exactamente lo contrario.
En Estados Unidos los presidentes y los políticos en general son más débiles
y vulnerables que en otras partes; pero, gracias a ello mismo, su sistema es más
seguro y más sólido que en otras democracias. No depende, en lo fundamental,
de quienes lo administran, aunque, por supuesto, algunos dirigentes cumplan
mejor y otros peor con las funciones que se les confían. Pero, todos ellos son
prescindibles y ésa es la gran lección que, de manera consciente o
inconsciente, saca la sociedad norteamericana de las crisis periódicas que
remecen a la clase política. La libertad de los políticos que acceden al poder
ha sido recortada para que el conjunto de la sociedad cada uno de los ciudadanos
sea más libre. Es gracias a ello, y no al revés, que Estados Unidos ha llegado
a ser lo que es y, en consecuencia, a despertar tanta rencorosa envidia en el
resto del mundo.